Edicto de Caracalla

Busto de Caracalla.

El Edicto de Caracalla (en latín, Constitutio Antoniniana), promulgado por el emperador Caracalla en el año 212, fue un texto jurídico que decretaba la extensión de la ciudadanía romana a todos los habitantes libres del Imperio romano,[1][2]​ lo que suponía una importante reforma con repercusiones en el ius civile y en el ámbito fiscal del Imperio. El edicto seguramente fue obra del notable grupo de juristas del entorno de Julia Domna, madre de Caracalla y auténtica corregente.[3]​ Un hecho llamativo es que la mayor parte de los autores antiguos no mencionaron el decreto, como fue el caso de Agustín de Hipona que no hizo ninguna referencia al mismo en La ciudad de Dios.[4]

Según Mary Beard esta «decisión revolucionaria» afectó a más de treinta millones de personas que de repente se convirtieron legalmente en romanos. «Fue una de las mayores concesiones de ciudadanía, si no la mayor, de la historia universal», afirma Beard.[5]​ Una valoración que es compartida por Maurice Sartre: «una medida sorprendente», «una novedad extraordinaria», que «es una caso único en la historia de los grandes imperios».[6]

Según Mary Beard el edicto de Caracalla «cambió para siempre el mundo romano», teniendo en cuenta además que «el decreto de ciudadanía fue solo un elemento dentro de una amplia serie de transformaciones, rupturas, crisis e invasiones que cambiaron el mundo romano hasta hacerlo irreconocibles en el siglo III d. C.. El segundo milenio romano, que no terminó hasta la caída de Constantinopla en 1453, estaba asentado sobre principios en su totalidad nuevos, sobre un nuevo orden mundial y, durante la mayor parte del tiempo, sobre una religión diferente... En su segundo milenio, Roma era efectivamente un nuevo estado enmascarado bajo un nombre viejo».[7]

Por su parte Maurice Sartre destaca las consecuencias jurídicas de la Constitutio: «A partir de ese momento, existe una cierta igualdad de estatus entre la mayor parte de los habitantes del imperio, sea cual sea su origen. El hecho de que cada uno sea ciudadano romano sitúa a todo el mundo en un plano de igualdad potencial ante la ley y autoriza a no importa qué habitante del imperio a apelar a la justicia imperial. El derecho romano, que no se aplicaba hasta entonces más que a una minoría, se convierte en la base jurídica de las relaciones entre la aplastante mayoría de los habitantes del Imperio. Esto no puede más que favorecer su difusión y unificar las prácticas jurídicas. Pero, hay que insistir en ello, todos los derechos locales siguen siendo legítimos».[4]

  1. Beard, 2018, p. 561.
  2. Roldán, 2022, p. 399. «El otorgamiento no suponía la supresión de los derechos tradicionales y de los diferentes géneros de vida en el Imperio, y de él sólo quedaban excluidos los dediticii, las poblaciones bárbaras, establecidas dentro de las fronteras romanas»
  3. Roldán, 2022, p. 398.
  4. a b Sartre, 2012, p. 73.
  5. Sartre, 2012, p. 68; 73. «Un imperio pretende gestionar juntos poblaciones variadas étnicamente, culturalmente, religiosamente. En todas partes, un pueblo dominante —a menudo minoritario— disfruta él únicamente de la plenitud de derechos civiles y sobre todo políticos. En otros términos, cada imperio es una yuxtaposición de naciones disfrutando de una autonomía más o menos grande. Con la Constitución de 212, se cambiaba claramente de concepción: entre los hombres libres, ya no había, legalmente, más que "romanos"».
  6. Beard, 2018, pp. 563-564. «Después de mil años, "el proyecto de ciudadanía" de Roma se había completado y había empezado una nueva era. No obstante, no fue una era de igualdad pacífica y multicultural. Una vez derribada la barrera del privilegio se levantó otra en su lugar, en términos muy diferentes. Una vez concedida a todo el mundo, la ciudadanía se hizo irrelevante. A lo largo del siglo III d. C., lo que cobró importancia y dividió de nuevo a los romanos en dos grupos, con derechos desiguales puestos formalmente por escrito en la legislación romana, fue la distinción entre los honestiores (literalmente, "los más honorables", la élite enriquecida y también los soldados veteranos) y los humiliores (literalmente "la clase más baja")Por ejemplo, solo los honestiores estaban exentos, como antaño lo estuvieron todos los ciudadanos, de castigos degradantes o especialmente crueles como la crucifixión o la flagelación. Los ciudadanos de "la clase más baja" se vieron expuestos al tipo al tipo de penas que antes estaba reservado a los esclavos y a los no ciudadanos. La nueva frontera entre autóctonos y forasteros seguía la línea de la riqueza, la clase y el estatus».

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